Este texto es para el concurso de EL TINTERO DE ORO del mes de Junio al que nos convoca nuestro impagable DAVID RUBIO que nos anima mensualmente a escribir. Este mes tocaba homenajear a Poe. este relato lo envio fuera de concurso, porque aunque macabro sí que es, no responde al tema gótico, ni de epoca, ni de terror; si acaso de horror, actual. Además tiene 901 palabras.
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“La muerte roja, la muerte roja…” murmuraban mis compañeros de fila. La mayoría era del pueblo; a mí me habían pillado allí de paso. Entonces apareció por detrás de los uniformes, un individuo de metro ochenta, y cincuenta kilos de peso. Iba vestido con una especie de esmoquin, que le quedaba tan arrapado al cuerpo que parecía recién salido de una piscina. Olía bien; a colonia cara; no sabría concretar la marca pero era un aroma que destacaba mucho por encima del olor a muerte que inundaba el pueblo. Llevaba una capa militar manchada de rojo; en realidad había más rojo que verde, y no era de pintura. Hasta el paramilitar que me sujetaba del pescuezo, dio un respingo cuando él apareció. Tenía la cabeza desproporcionadamente pequeña, muy redonda, sin apenas relleno entre piel y hueso, y completamente desprovista de pelo. Los ojos eran desproporcionadamente grandes en relación a la cabeza, completamente inexpresivos, como de un muñeco. La capa se abría a cada zancada que daba; se aproximó a uno de los militares que teníamos enfrente, le sacó la pistola de la cartuchera, y rodeó al resto, para situarse por detrás de nuestra fila. Cada disparo iba seguido de la caída del respectivo cuerpo, pero no en una cadencia regular; a veces había un salto, y a veces ya se oía el siguiente disparo antes de que cayera el cuerpo. Cuando faltaban cinco para llegarme el turno, el paramilitar me soltó del pescuezo, busqué con urgencia un punto a donde fijar la mirada antes de morir, pero me interrumpió el olor de la colonia, tan próximo e intenso en aquel momento. Me fije en eso; era mucho mejor que cualquier paisaje a la vista. Cuando la cadencia anunciaba otro tiro, solo sentí un fuerte culatazo en lo alto de la cabeza, y una cortina roja bajó, como un telón, por delante de mis ojos. Eso fue lo último que vi en mi vida.
Cuando desperté solo se oían lamentos y lloros. No veía nada. Me escocían los ojos. Intenté restregármelos pero me los habían “quitado”. En ese momento no lo habría expresado así, pero ahora ya he comprendido que esto va simplemente de “quitar”. No lleva asociadas emociones. Para esto, primero hay que rendirse. No sabría decir cuándo me rendí yo exactamente. Durante unas semanas, creí que fue cuando me di cuenta de que, además de los ojos, me habían quitado la mano izquierda, pero ahora creo que fue antes; cuando estaba en la fila de ejecución y no salí corriendo.
Se abrió la puerta y entraron dos, creo:
―¿Por qué solo cogemos los riñones?
―Porque es lo que más aguanta. En estas neveras especiales duran hasta cinco días, después de muertos. Oficialmente la tecnología de estas neveras no existe. ¿Has cerrado bien las bolsas, no? Que luego apestan.
―¿Y los otros órganos?
―No sirven. Para eso conservamos a estos, pero son en exclusiva para “la muerte roja”. No los podemos tocar. ―Hubo un silencio. Creo que el más inocente se nos quedó mirando. Yo estaba agarrado a la reja que nos separaba de ellos. Creo que me miraba a mí―. No te encariñes; solo son bolsas de órganos numeradas.
―¿Y los ojos y las manos?
―Los compra todos una corporación que ha encontrado un modo de trasplantarlos. No sé quiénes son… Y no te pongas tierno, que pido otro compañero. Este trabajo esta de puta madre, así que no seas imbécil. Hay que aprovechar mientras dure la guerra. Nos pagan con lo que sacamos de aquí.
―No. Solo quería saber ―contestó arrastrando y bajando la voz, como si estuviera entrando en un trance― ¿Y porque una mano?
―¿Les vas a dar de comer tú en la boquita, con la cucharita jugando al avión? ―se burló el otro.
Nadie de nosotros hablaba. Seguramente las bolsas de órganos no tienen permiso para hablar, pero yo entonces era nuevo, y cuando iba a decir algo, el inocente se me adelanto:
―¿Y si alguno es zurdo?
―Empieza a preguntarles. Si alguno es zurdo, le cortamos la derecha, veras como no hay ninguno.
Entonces entró como un huracán el olor a colonia. Nos miró. Según las circunstancias, sabes cuándo te miran, aun sin ojos:
―El 79 y el 83.
Recé para no ser ninguno de los dos, y Dios me escuchó. Abrieron la reja y se los llevaron. No protestaron. Tambien se habían rendido. Uno de ellos estaba a mi lado. El episodio no duró más de treinta segundos. Luego los vigilantes se pusieron a ver una peli en la tele. Ya la había visto pero fue agradable revisarla. Todo esto ocurrió el primer día.
Ahora ya he perdido la noción del tiempo. Todos los días vemos un par de pelis y todos los días traen y llevan gente, pero siempre que entra la muerte roja, rezo para que no sea mi número el que dice. Todavía no sé cuál es mi número. Una noche pensé que la próxima vez que entrara, rezaría para que dijera mi número, pero cuando entró, me rajé.
Otro día me dio por pensar que qué coño iba a hacer así, si acababa la guerra y aun no me habían comprado.
Ayer durante un intermedio dieron un anuncio: “Lo hecho, hecho está. Ahora, aprovéchalo. Wall-a-pop”
―Jajajaja ―rompió a reír el menos inocente― ¿Ves como hacemos bien?
El otro, tras un breve silencio, también rompió a reír. Hasta yo sonreí.