Este mes GINEBRA BLONDE nos propone un reto en que basándose en alguna de las imágenes propuestas nos inspire terror. Me ha salido un relato en que aunque no lo parezca, todo es cotidianamente terrorífico, menos lo que parecería tradicionalmente terrorífico.
También me servirá como parte de la propuesta del libro de este año para EL VICI SOLITARI, cuyo tema en mi caso será "Anatomía Mutable".
La imagen que he escogido es esta:
Y encontraréis el resto de terrores AQUI
Pepito dejó de crecer a los catorce. No fue una parada en
seco. Lo cierto es que hasta esa edad había crecido más lentamente que sus
compañeros de clase, de modo que cuando paró, ya medía casi un palmo menos que
la media. El anunciado estirón ni llegó ni se le esperaba.
De alguna manera, alguno de sus compañeros se las arregló
para apuntarlo al equipo de baloncesto. El primer día de la actividad, poco
antes de que acabaran las clases, el entrenador se presentó en todas las aulas
para pasar lista de los que se habían matriculado. Cuando mencionó a Pepito,
hasta al entrenador, que lo conocía de la clase de educación física, se le
escapó una sonrisa que reprimió rápidamente. Lo mismo les ocurrió a los gordos,
los cuatroojos y las nenazas. El resto, bueno… Hasta el director acudió presurosamente
al aula, alarmado por la escandalera que se formó, para comprobar que sólo se
trataba de un torrente irrefrenable de carcajadas. Nadie pudo apaciguar las
risas, y hubo que dejar que se extinguieran por agotamiento.
Mama-Pepito y Papa-Pepito acudieron a la seguridad social
donde les hablaron de la hormona del crecimiento. Es un tratamiento duro que
supone una inyección diaria que además no es poco dolorosa. Pero Pepito estaba
dispuesto a todo. Tras tres meses de tratamiento y muy poco efecto positivo,
los médicos decidieron que se había iniciado el procedimiento a una edad
excesivamente avanzada. En realidad, el cuerpo de Pepito ya había dejado de
crecer, y este tratamiento requiere que el cuerpo siga creciendo para
acelerarlo. Además los efectos secundarios empezaban a ser alarmantes: cefaleas
continuadas, dolor generalizado y algunos bultos que le empezaban a salir y que
afortunadamente remitieron al suspender el tratamiento.
La adolescencia empezaba a apretar y algunos compañeros de
clase, seguramente los que le apuntaron al equipo de baloncesto, tentaron a las
chicas más altas a que se interesaran por él, pero ellas se mostraban reacias,
aduciendo que no les gustaba, y se negaban rotundamente cuando les explicaban
que era una atracción simulada cuyo único objetivo era reírse de Pepito.
Mama-Pepito y Papa-Pepito volvieron al ataque con los médicos
un año después, ya que el niño se negaba a ir al colegio. A estas alturas, el
niño ya entraba en los parámetros necesarios para ser apto para la técnica de elongación
ósea. Si las inyecciones eran dolorosas, esto era criminal. El procedimiento consistía
en cortar el fémur por la mitad y sujetarlo con unas varillas metálicas
exteriores atornilladas a ambas mitades del hueso. Mediante un sistema de tornillería,
ambas partes se van separando gradualmente y el hueso va rellenando el hueco del
mismo que se forma el callo en una rotura.
Cuando Pepito apareció en el colegio con aquellos hierros
en las piernas el cachondeo por su estatura quedó del tamaño de una anécdota.
Las humillaciones culminaron el día que le quitaron el ordenador y lo pusieron
en lo alto de una de las estanterías de la biblioteca; fuera de su alcance. Con
la ayuda de una silla y una expectación creciente, Pepito
escaló hasta que a uno de los bromistas se le ocurrió ayudar a que la estantería
se venciera, y el show acabara con el ordenador desparramado en piezas, todos
los libros de la estantería esparcidos por el suelo, y Pepito debajo del mueble
volcado con el precario mecanismo de la piernas desmontado y el hueso en su interior
partido.
El sicólogo, después de comprobar su estado mental,
recomendó a los padres que suspendiera su asistencia al instituto, al menos
hasta que acabara el tratamiento de elongación, cuya eficacia, además quedó
seriamente disminuida a consecuencia del accidente.
El chico se aisló del mundo y se introdujo en la red en
busca de una soluciona a su problema. Toda clase de pócimas, fórmulas
magistrales y procedimientos médicos de dudosa garantía fueron pasando por la
pantalla de su nuevo ordenador portátil. Probó varios de ellos a pesar de las
reticencias de sus padres, que finalmente cedieron, cuando fueron asesorados de
que estos métodos son tan perjudiciales como eficaces, y que podían ayudar al
chico más que la inacción.
Cierto domingo cuando el matrimonio volvía a casa, conduciendo
ya de noche, tras pasar el día con la hermana de ella, pudieron ver a lo lejos,
plantada en medio de la carretera, la silueta de un gigante. El chico no solía
acudir desde hacía ya unos años a esas reuniones familiares, porque aunque en
ellas se encontraba a salvo, no era ahí donde quería encontrarse a salvo. La hermana de Mama-Pepito vivía ciertamente lejos, pero era el familiar más cercano que tenía el
matrimonio, y aunque partían hacia su casa por la mañana temprano, entre el
paseo matutino, la copiosa comida, los postres y la tertulia, nunca conseguían
llegar a casa antes de las diez de la noche. Además había que esperar a que
bajara lo suficiente el alcohol en sangre. Y gracias a esta espera, estaban
seguros de que el gigante que estaba en la carretera, una curva antes de llegar
a su urbanización, no era una alucinación.
Frenaron el coche frente a sus pies ya que no se apartaba.
Los faros iluminaban las patas del gigante que no eran más gruesas que la parte
estrecha de un bate de béisbol. El matrimonio salió del coche, ciertamente poco
asustado para el espectáculo que estaban presenciando. Desde el interior, a través
del parabrisas, no podían ver la cara del gigante que debía hacer unos treinta
metros. Se acercaron a él mirando hacia arriba. En aquel instante, las patas
del gigante no eran más gruesas que el palo de una escoba.
―Hola… ―se escuchó desde lo alto con una voz que parecía
alejarse―…mamá… ―A mamá ahora sí que le dio un vuelco el corazón. La fuente de
la voz se alejaba más y más hacia lo alto―…Perdonadme…―Fue lo último que se
escuchó antes de que las patas, que ahora no eran más gruesas que las de un
canario, empezaran a temblar y finalmente a colapsar. Algo parecido a una
cuerda que hubieran soltado desde lo alto comenzó a formar una montañita de
hilo orgánico.
El metro cuarenta de Mama-Pepito cayó de rodillas entre
llantos, mientras intentaba frenar la caída de aquel hilo, preguntando al vacío:
“¿Qué hemos hecho mal?”
El metro cincuenta y dos de Papa-Pepito, que la contemplaba
desde lo alto, pensó: «Jugar a ser normales». Lo pensó pero no lo dijo.
Al llegar a casa, con el hilo amontonado en el maletero y
una historia difícil de creer, encontraron dos frascos vacíos de los de reciente
adquisición, en los que rezaba bien grande, justo debajo del nombre del
medicamento: “Respetar escrupulosamente las dosis”.