Esta semana, siguiendo el consejo de Demi, los deseos de Myriam, el anterior argumento
de Neogeminis, y la convocatoria de nuestra nueva y flamante anfitriona CAMPIRELA, he decidido
continuar la hstoria de la semana pasada, aunque se comprenden por separado. El tema que nos
proponees Sherlock Holmes y aledaños. Lo siento, he vuelto a pasarme de palabras.
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Aquel día en la comisaria fue uno de los más curiosos de mi infancia, incluso de mi juventud diría yo. Cuando sea adulto ya lo repensaré. Me encontraba en los asientos de espera, que estaban en un rincón de toda la enorme sala. Acababan de meter a un borracho, que yo deseaba que ocupara el puesto, que dejaría libre mi padre; por aquello de la saturación, lo de “dejen salir antes de entrar”. Ya llevaba más de dos hora esperándole. Entonces entro un tipo con bigote y bombín, muy nervioso y apresurado.
―Agente Jameson, ¿puede avisar al inspector Lestrade? ―preguntó el bigotón.
―Inmediatamente, Dr. Watson. ¿Quiere que le diga algo? ―respondió el poli del mostrador
―No, solo que venga. ―Me lo quedé mirando unos segundos hasta que me decidí:
―Agente Jameson ―inquirí repitiendo la fórmula que con tanto éxito había utilizado el bigotón― ¿Pueden soltar ya a mi padre? Voy a llegar tarde a clase de música ―terminé bajando poco a poco el tono, mostrándole el violín en su funda, sabedor, por la mirada del agente Jameson, de que la fórmula del exceso de confianza, había tenido escaso éxito.
Ni siquiera me contestó. Minutos después un agente entró con un perchero de pie, lo puso al lado del había junto al pasillo que conduce a los calabozos, y comenzó a cambiar los sombreros de uno a otro. Cuando hubo terminado uno cayó al suelo, sin que el agente se percatara de ello. De hecho, nadie en el mundo más que yo, se percató. Después de caer, a pesar de ser un sombrero cazapatos de forma caprichosa, comenzó a rodar hasta esconderse tras la pictocopiadora al óleo, que había en un rincón. Miré a mí alrededor y nadie me miraba. El bigotón se había dormido y el señor con sombrero de copa que había a mi otro lado, también. Me deslicé con la sinuosidad que me caracteriza, y me hice con él. Hacia juego con mi pantalón de paño verde, mi camisa blanca de clase de música, y mi chaleco verdeotoño. No soy muy de modas, ni de hacer juego, pero las oportunidades hay que aprovecharlas.
―¿Qué pasa Watson? ―entró gritando un señor, que por los aires que se daba, podía haber sido el mismísimo inspector en jefe de Scotland Yard.
―Sherlock… ―contestó señalando con la cabeza a los calabozos.
«WALLA… Popular detective que nos han traído por aquí», pensé yo. Luego todas las piezas fueron encajando. El bigotón, el familiar gorro cazapatos, que entonces supe de qué me sonaba, el airesdegrandeza, la sumisión del agente Jámeson. Y yo con el gorro de Sherlock en la cabeza. Recé para que lo sacaran igual de desparramado que lo habían entrado. Pero no fue así. Salió como una furia, sujetado por Watson, con un gorro de presidiario. Suplique al cielo que no se diera cuenta y que nadie le dijera nada, pero el cielo no me atendió.
―¿Dónde demonios esta mi gorro?
Comenzó a inspeccionar la estancia, al mismo tiempo que yo le cogía el sombrero de copa a mi vecino ―que seguía en los brazos de Morfeo―, y me lo calzaba encima del cazapatos.
―En el perchero.
―¿En cuál? ―El agente Jámeson se giró.
―Ahh… en el que están todos. El otro nos lo prestó el Agente MadHatter, mientras nos arreglaban la pata del nuestro.
―Elemental, querido Jameson, pero ahí… no está ―terminó gritando.
Todos buscaron el cazapatos en el perchero y sus alrededores. Comencé a levantarme lentamente. Mi padre tendría que volver por sus medios por muy borracho que estuviera.
―¡Que nadie salga de la comisaria! ―gritó Sherlock, una octava por debajo de lo que hubiera sido necesario para despertar a mi vecino. Empezó a realizar unos movimientos que podían interpretarse como un cálculo de la trayectoria descrita por el sombrero caído. Era bueno, el cabrón. Fue derechito al pictocopiadora. Vi una gota de oleo rojo, en el suelo, un microsegundo antes de que él la viera. El manazas que había venido a recargar la máquina de pictocopiar, había dejado caer una gota… ¡Maldita sea! Sherlock sacó ―no sé de donde― su lupa, y apuntó a la gotita. Seguidamente se levantó y empezó a mover el cuello como una gallina que acaba de cazar un gusano. Escudriñó en silencio, el calzado de todos los de la sala, hasta que se detuvo en el mío. Sonrió y comenzó a dirigirse hacia donde yo estaba. Mis adorados zapatos marca “PATOS”, de los que tan orgulloso estaba, me habían delatado. Amplió el arco de su sonrisa, cuando miró mi tocado de copa, seguidamente a mi descubierto y dormido vecino vestido de frac, y finalmente otra vez a mí. Llevaba una versión cara de mi indumentaria, o yo una barata de la suya, pero prácticamente iguales. Luego miró mi violín. Luego se paró, miro al techo y dijo:
―Vámonos, Watson. Hay que pasar por la sombrerería.