Este es un relato antiguo que escribí en homenaje a un barrio de Barcelona que antes era un pueblo.
Como creo que encaja en la dinámica mensual de VADERETO, lo voy a presentar ahi. En cualquier caso como es anterior al blog, no lo había publicado aquí, así que ahí queda.

Señorío de San Genís.
Reino de Barcelonia. Año 3050 después del impostor. Para los nuevos creyentes,
año 625 antes de Jesucristo; ese era el vaticinio del profeta Cis, al que todo nuevo
cristiano que se preciara veneraba incondicionalmente. La civilización
Occidental cayó de nuevo hace 500 años, como había caído antes al final del
imperio romano, al final del imperio americano y al final del imperio coreano.
Estamos por cuarta vez en la edad media. Debería llamarse la cuarta edad
primitiva, pero la vanidad humana sigue sin tener límites.
El rey Maragall IV
gobierna con mano de hierro a sus súbditos, que se hallan distribuidos por los
cuatro señoríos feudales de su reino; a saber, el señorío tarraconensis, el
señorío gerundensis, el señorío ilerdensis y el más importante de todos, el
señorío de San Genís. Por ser el señorío capital, era necesario que fuera el
más cruelmente gobernado de todos; por ello el rey Maragall había designado
para gobernarlo a la Señora Cruella de los dolores.
La Señora tenía una
hermana que había sido debidamente expulsada de la aristócrata familia, ya que
sus ideas eran impropias de la nobleza. Expulsada y posteriormente perseguida. Dolores,
la Justa, la llamaban. Era rebelde como ella sola y de momento se había librado
de las garras de su hermana, no se sabe si por ser familia de quien era, o
porque Cruella, no había puesto sobre la mesa todo el ahínco necesario.
Dolores, la Justa,
consideró que su despótica hermana había llegado a un punto de no retorno, el
día que decretó que cada pareja sólo podría tener una hija; hijos todos lo que
quisieran, pero las hijas sólo aportaban al señorío más gastos y ningún
beneficio. No había sido especialmente dotada de otra cosa que no fuera la crueldad.
Aunque Dolores, la justa,
no era de las precisamente creyentes se encontraba en tal estado de indefensión
e impotencia que decidió, ya que no tenía nada que perder, hacer caso a una tatarabuela,
a la que llamaban Dolores, la Loca. De generación en generación había ido pasando
una coplilla que recitaba:
“Si
algo quieres conseguir
A
San Genís has de ir,
Y
en la catedral dels Agudells
Con
devoción lo has de pedir"
Dolores, la Justa, devoción no tenía
mucha. De hecho no sabía rezar. Se acercó a las ruinas de la referida catedral
y consiguió que una de las viejas que por allí rondaba, le enseñara una
oración. Un buen día, acumuló toda la devoción que pudo reunir, se adentró en
lo más profundo de las ruinas y rezó, pidiendo la muerte de su hermana. Cuando
acabó prometió en voz alta que si su súplica era escuchada, entregaría el resto
de su vida a servir a dios. Al falso o al real, no le importaba. Al que
estuviera en aquel momento.
Los entresijos de la
comunicación intersantoral, escapan al conocimiento de esta narrador. De hecho,
está prohibido a los mortales tal conocimiento. El caso es que de algún modo,
la súplica llegó hasta la Basílica de San Giorgio en Velabro. El padre que la
regía hizo venir a alguien que tenía asignado para estas peticiones. En aquella
época de religión incierta, en que no se sabía si el Mesías verdadero era el
que ya había venido o el que estaba pendiente de venir, parte de los religiosos
pensaban que más vale pájaro en mano que ciento volando. Así que los milagros
se producían con cierta ayuda terrenal. Pocos días después entró en la Basílica
un personaje taciturno, de raza oriental, japonés por concretar. Era alto,
mucho más que sus compatriotas y caminaba recto y tieso, como un bailarín de
ballet. Portaba una vara de madera de sabina, recta y tiesa como él. Podría
pensarse que la llevaba porque si, ya que su manera de manejarla denotaba que
no la necesitaba en absoluto. Por lo menos para andar. Cada vez que golpeaba el
suelo con ella, emitía un sonido metálico. Tal era la dureza de la madera. Su
punta estaba extremadamente afilada y no perdía su agudeza por mucho que
golpeará el suelo. Cuando caminaba por tierra o hierba, la vara se hundía sin
dificultad en el terreno cerca de un palmo. Se llamaba Jordi-San, por lo menos
para este encargo. Su nombre podía cambiar dependiendo de la escena de su
actuación. Podía llamarse Jorge-San, o George-San o Giorgio-San. Ninguno
de ellos era su verdadero nombre. Era el avatar oriental del Santo y era el
único que quedaba. No daba a vasto. Los otros dos avatares habían perdido la
vida en combates singulares, o no tan singulares. Exceso de confianza.
Alguno fue tan sobrado que se aventuró a ir a una contienda sin la reliquia, y
luego pasó lo que pasó. Precisamente, Susano-Oh, que ese era su verdadero
nombre, era el que menos hubiera precisado la ayuda de la reliquia, nunca se
presentaba a un desafío sin ella. Su destreza con la vara, que esa era la
apariencia de la espada para los humanos, quedó sobradamente demostrada al
derrotar al dragón Yamata-no-Orochi. Desgraciadamente no se le ocurrió recoger
una muestra de su sangre cuando lo hizo; en ese caso hubiera sido él mismo el
santo, y no sólo un avatar, puesto que su gesta fue anterior a la del verdadero
San Jordi.
El sacerdote lo recibió
con un abrazo, pero los japoneses son un poco especiales para el contacto
físico, todo lo contrario que los italianos; que algunos italianos. Jordi-San
le correspondió con una seca y brusca flexión del cuello, abreviatura
respetuosa del tradicional saludo japonés. Como sea que el oriental no era muy
hablador, extendió la mano y solicitó en un perfecto italiano:
―La reliquia ―dijo
extendiendo la mano. El sacerdote no se ofendió; ya había tratado con él en
otra ocasión y conocía sus escuetos modales. Fue a su despacho, abrió la caja
fuerte y extrajo un frasquito que contenía la sangre líquida del dragón
que mató el Santo. No era una reliquia de culto público ya que otorgaba a su
portador el poder del Dragón. Tampoco era necesaria una protección especial, ya
que muy pocos conocían su existencia. Salió y se la entregó al japonés junto
con un sobre lacrado, que ya tenía preparado, y que contenía el objetivo de su
misión. Jordi-San se despidió respetuosamente y sin abrirlo, montó su caballo y
partió. Los milagros en esta época, llegaban o no llegaban, pero si llegaban,
se tomaban su tiempo. A estas alturas, Dolores, la justa, ya no confiaba en que
su petición hubiera sido escuchada.
Jordi-San abrió el sobre y
se encaminó a la capital de Barcelonia, concretamente al palacio de Can Soler,
donde llegó un par de semanas después. Se alojó en la posada Can Palmero, donde
curiosamente trabajaba Dolores, la Justa. Cuando llegó, se lo quedó
mirando como descabalgaba. Nunca había visto a un oriental. Ni tampoco a alguien
tan recto y tieso. Ni tan pálido.
A la mañana siguiente, el
oriental le preguntó, en perfecto español, donde estaba el palacio de Can Soler.
Después partió hacia allí caminando. El palacio estaba todavía en obras. Los
trabajadores estaban controlados por capataces dotados de unas varas similares
a la de Jordi-san, con las que les animaban a no desfallecer, por mucho calor y
cansancio que acumularán. Dio una vuelta al palacio antes de pedir audiencia, y
en ese paseo pudo contemplar cómo de hacinadas se encontraban las familias de
los desgraciados que estaban trabajando en las obras. Luego entró y pidió
audiencia como embajador de Japón. En palacio tampoco había mucha gente que
hubiera visto un oriental, de modo que tras argumentar que no tenían noticia de
la visita de ningún embajador, finalmente se creyeron que esa era la costumbre
oriental, y se la concedieron. Luego esperó por espacio de cuatro horas,
sentado en un sillón, hecho que no ayudó a aplacar la ira interior que le
produjo lo que había visto fuera. Cuando por fin pudo entrevistarse con Cruella
de los dolores, que se encontraba sentada en algo parecido a un trono y
flanqueada por dos guardias que rivalizaban en altura con el propio Jordi-san,
la primera y única frase que le dedicó antes de que ella pudiera preguntar,
fue:
―Me llamó Susano-Oh y
cuando no mato dragones, mato gente que no merece vivir. ―Luego esgrimió la
vara y atravesó con ella el corazón inanimado de Cruella, que había muerto de
un infarto medio segundo antes. Podría decirse que fue un acto de piedad para
que Cruella no sufriera, pero sería mentir. Cuando la guardia reaccionó, Jordi-san
sacó la reliquia, la alzó dentro de su puño, y abrió la boca un segundo antes
de que un chorro de fuego azul saliera de ella y carbonizara todo y a todos los
que había en la estancia. El resto del palacio sufrió la misma suerte.
Dolores, la Justa, vio
como llegaba Jordi-san caminando tranquilamente con el palacio en llamas a su
espalda. Durante un breve instante le pareció ver que el japonés caminaba
apoyándose en una espada; pero sólo fue un segundo. Las lágrimas empezaron a
resbalarle por las mejillas con la misma tranquilidad que caminaba Jordi-san.
Luego miró como subía a su caballo y se alejaba por donde había llegado. El día
siguiente, Dolores, la Justa, haciendo honor a su nombre, empaquetó sus cosas y
se dirigió al convento más cercano, a echar su currículum.