LA PANDEMIA DE LOGAN
Imagen de EL BIC NARANJA
Después del apocalíptico paso del virus, la población mundial había sido, poco menos que diezmada. La enfermedad rebrotó en varias ocasiones y se había cebado, primero con los ancianos, luego con los viejos, después con los maduros y finalmente con los medianaedaderos.
Poco a poco, las redes sociales, manipuladas por hordas de jóvenes piratas informáticos organizados, habían conseguido instaurar en la sociedad global interconectada, la idea "Logan". El nombre había salido de una vieja película de culto, en que se describía una sociedad donde a los treinta años, inadvertidamente, te despachaban.
Habían insuflado en la mentalidad bienpensante, la idea de que los mayores de treinta años, estaban robando recursos a los más jóvenes. Este argumento había derivado de otro que había surgido al principio de la pandemia; cuando empezaron a morir los ancianos, paliaban las catastróficas noticias, argumentando que el hecho de que se muriera un puto viejo, era un mal menor. Obviamente, entonces lo decían con otras palabras; en la actualidad, ni eso. Ahora mismo, en los hospitales ya no se trata a los mayores de treinta, y lo peor de todo es que el lavado de cerebro ha llegado a tal nivel, que los propios “notanviejos”, se niegan a ser tratados, y se sienten orgullosos de sacrificarse ―y me refiero exactamente a sacrificarse― por sus descendientes.
En la actualidad, el fallecimiento de un menor es una tragedia, y el de un viejo es casi una fiesta. Las bajas se cuentan por separado, y si han muerto más viejos que jóvenes, se considera un buen día. Era la competición que sustituía a los deportes, que ya no existían. Exigían demasiado esfuerzo. Valores como la empatía, la compasión, el esfuerzo y la constancia, eran repudiados. Todo tenía que ser fácil, corto, de beneficio inmediato, sin coste ni esfuerzo. Disfrutar y punto. Lo que nada cuesta, todo vale.
Además, en esta neosociedad ya no serían necesarias las guerras. La pandemia era mucho mejor. Era la solución ideal. Ahora se morían los viejos, y en las guerras morían los jóvenes. Era perfecto. Pero aun así, los jóvenes seguían muriendo, y cada vez más. Una rebaja de la edad de corte a los veinte sería inviable. Aunque los directores fueran mayores de veinte, una sociedad de niños y adolescentes seria ingobernable.
Y en estas cuitas estábamos, cuando llegó la mascacuna (mascarilla-vacuna). Era una mascarilla con un corazón pintado por dentro con una sustancia mágica que te inculcaba los buenos valores, el amor adolescente —tan sufrido—, la bondad, el cariño, la compasión, la empatía, todos ellos valores típicos de la antigua de la juventud. Además te inmunizaba contra el virus.
Según se averiguó tras la debacle, no inmunizaba; solo te estimulaba de forma radical la producción de hormonas que podrían denominarse positivas. Endorfinas y eso. Básicamente era una droga. Ya sabéis, de efecto inmediato, siguiendo la moda. De este modo, aumentaba el optimismo y la autoconfianza del individuo de forma irracional. Habían hecho investigaciones con la sustancia mágica, y habían concluido que lo de la autocuración, parece ser que es cierto. Casi el setenta por ciento de los individuos sometidos a la prueba, se curaban. De este porcentaje, un treinta eran enfermos con síntomas, y un cuarenta asintomáticos.
El anuncio de la producción de la droga, que como cualquier droga, no sería unidosis, se extendió por todo el mundo civilizado a una velocidad de vértigo. Los reclamantes del beneficio inmediato, exigieron su inmediata distribución. La presión urbana para el inexistente gobierno en la sombra, no era agobiante, porque era inexistente, y estaba en la sombra. De otro modo, sí que lo hubiera sido. Se decidió un reparto eminentemente urbano, que era donde residía el noventa y cinco por ciento de la población, y sobre todo simultáneo en todo el mundo. Gratuito, fácil, inmediato, siguiendo la moda.
Se fijó una fecha. El día de la debacle, aunque entonces se llamó el día de la Victoria. Volvía el lenguaje militar, estrenado al principio de la pandemia. También los fastos; se decidió un reparto espectacular, mediante el uso de helicópteros que regarían las ciudades con mascacunas. En todo el mundo a la vez, retransmitido por todas las redes a la vez.
El día de la Victoria no se había fabricado más allá de la mitad de las mascacunas necesarias, descontando ya, el veinte por ciento que aún quedaba de población mayor de treinta años. Contaban con que la debilidad de los viejos, les impediría, en el fragor de la batalla, conseguir hacerse con más de un uno por ciento de los protectores milagrosos. La producción de las mascacunas no era tan fácil, ni tan barata, ni tan inmediata como pensaban. Tenía un coste. Y ese coste fue el que convirtió el día de la Victoria en el día de la debacle
A las doce del mediodía, se inició el reparto. A las doce y media, la mitad de la población consiguió su mascacuna, se la calzó y se volvió estúpidamente bondadosa, optimista y amorosa. La otra mitad no. A la otra mitad le asalto la inquietud de si habrían más mascacunas, o no. No habían dicho nada al respecto para no enmascarar la victoria. Era una inquietud inmediata, como dictaba la moda. Esto se traducía en la mente, no tan bondadosa ni optimista, del que no había conseguido la mascarilla, en que el hijo de puta que tenía delante, le había quitado su salvación. Y que no sabía si habría más mascacunas. Y que el puto cabrón, que tenía delante, y contra el que había perdido la batalla por aquella mascacuna, estaba salvado, y él estaba condenado. Y sobre todo, que dentro de un rato, ya no lo tendría delante. Así que, una idea universal se extendió, casi al unísono, por las mentes de todos los que no tenían mascacuna. Darwin hizo el resto.
Relato ideado en base al dibujo mas arriba expuesto para
EL BIC NARANJA: Viernes creativos: bombitas de amor