En este mes voy a participar por duplicado en e reto de EL TINTERO DE ORO en homenaje a Delibes. En esta ocasión fuera de concurso. Tenía dos historias una bonita y otra fea, porque en los pueblos no todo es bonito). O sea que a concurso la bonita; esta es la fea.
He contado con la simpar ayuda de Juan el Portoventolero, para averiguar el nombre (entrecomillado en el texto) de un lugar. Si algo no sabe la I.A. ya sabéis a quien preguntar
AQUÍ podéis encontrar el resto de caminos rurales
Adelita, la gordeta, había empezado a adelgazar. El mote no era ofensivo; a los niños no se les ponía mote ofensivo. Había otra Adelita; la flaqueta, o sea que era un mote distintivo. Su adelgazamiento era el principio del fin de un proceso más largo.
Julián, el herrero, era su padre. Además de la herrería también tenía algún que otro campo. Se dedicaba a la agricultura por las mañanas y a la herrería por las tardes, de modo que aunque ingresos modestos, le hacían destacar en el panorama típico de la posguerra avanzada.
Un día, recuerda perfectamente el día, comenzó su desgracia. La mula murió. Apareció en el suelo de la cuadra aquella mañana. Primero pensó que estaría enferma pero cuando se agachó para sorollarla notó que apenas conservaba calor. Morirse la mula es como si se te quema el taxi, pero sin seguro. Llevarla y arrojarla al muladar era casi una ceremonia a la que le acompañaron sus escasos amigos:
―¿Qué pasó? ¿Cómo ha muerto?
―No sé. Por la mañana estaba muerta.
―¿No has llamao al veterinario?
―No. ¿Pa qué? ―En aquellos tiempos no se hacían averiguaciones, aunque Julián, el herrero, meses después se arrepintió.
El pequeño colchón económico que atesoraba le permitía comprar otra mula sin acudir al prestamista. Por aquel entonces, Adelita, la gordeta, dejó de salir a jugar con sus amigas por las tardes. Se quedaba en casa sin hacer gran cosa.
―¿Qué te pasa, Adelita? ―le preguntaba su madre, Aurora, la generala―. ¿No vas con tus amigas?
―No.
―¿Te has peleao con alguna?
―No.
―Pues ves con tu padre a la herrería, y le ayudas…
―No
―Bueno pues, chiqueta.
El lenguaje había dejado de fluir
Un mes antes de la matanza, a Julián, el herrero se le murió el cerdo que había estado criando todo el año. Esta vez sí que llamó al veterinario.
―¿De qué s`ha muerto?
―Pues no lo sé. Es un poco raro. ¿Se había comportado de forma extraña últimamente? ―preguntó don Ramón, el veterinario.
―Pues no sabría decirle. Comer y dormir. ¿Qué más puede hacer aquí?
―Últimamente comía menos ―intervino Aurora, la generala.
―Pero ¿le ponías lo mismo y se lo dejaba? ―Don Ramón, el veterinario, se agachó y le examinó el interior de la boca. Finalmente dictaminó―: No sé de qué se puede haber muerto. No se os ocurra hacer embutido. Si no es por muerte de accidente físico, no se puede.
Ya había respondido a lo que había motivado su intervención.
Después del cerdo murió la nueva mula. Eso obligó a Julián, el herrero, a vender los campos. En la actual situación no podía seguir echando el dinero a un pozo. Finalmente empezó a adelgazar Adelita, la gordeta.
―Me ha dicho Avelina, la guercha, que Florencia, la camona, nos ha echado mal de ojo. Que ya lo sabe todo el pueblo. ¿A tú no t`han dicho na?
―¡Andanda! Eso son tontadas de viejas.
―Ah, ¿no? Pues, ¿q´hacemos con la niña? La llevamos al médico pa que diga que no lo sabe, o que no le pasa na, pa no decir que no lo sabe, y nos esperamos a que se muera, como laija de Pili, la bolera.
―Y ¿por qué nos iba a hacer eso? ¿Qué l´hemos hecho nosotros?
―No sé. Cosas de brujas. Ya conoces a la familia…
―Es que no sé q´hacer.
―Pues está claro´hijo. Lo que pasa es que era un cagón. No vales ni p`astar escondido. Si mi padre levantara la cabeza… ―Este era el tenor de las recriminaciones de Aurora, la generala, desde hacía una semana.
―Bueno, le preguntaré a José, el entenao ―concedió por fin Julián el herrero.
―Vayauno, al que le vas a preguntar.
Y así lo hizo.
―Bueno, sí. Es lo que dice todo el pueblo. Yo no creo en esas tontadas, pero tampoco me preguntes qué lo que te está pasando, porque tampoco lo sé. Eso son cosas misteriosas que la ciencia no sabe.
―Pero, tu lees libros y eso, debes saber de estas cosas. ―José, el entenao, era el más listo del pueblo, junto con mosén Leoncio y el alcalde. Era mozo soltero y tenía cubiertas sus necesidades económicas, así que se dedicaba a instruirse. Además era comunista.
―Lo que dicen es que para quitártelo, tienes que ir a otra bruja, y que ella te lo hará. Pero vas a tener que ir a una de otro pueblo, porque las otra dos de aquí son familia de ella.
―Pero ¿cómo estoy seguro que es ella?
―Eso se sabe
―Pero ¿y porque?
―Eso no se sabe. ―Julián, el herrero, abatido, dejó caer su cabeza sobre el pecho. José, el entenao, compadecido, continuó―: Según dicen, ellas tienen el mal, y, o lo pasan, o se lo tragan. Pero yo no creo en esas cosas, ¿eh? Yo te cuento lo que dicen, pero en realidad no se sabe.
El día del Corpus, durante la procesión, Julián, el herrero, se quedó rezagado, a pesar de lo despacio que se caminaba. En el peche, donde estaba la iglesia, esperaba sentado en un banco José, el entenao, que nunca participaba en las ceremonias religiosas, aunque jugaba de pareja al guiñote con mosén Leoncio. Cinco minutos después de que todos hubieran entrado vio llegar sofocado a Julián, el herrero. Mosén Leoncio movió la cabeza a ambos lados cuando lo vio entrar con la misa ya comenzada, así como regañándole. Poco imaginaba en aquel momento que al día siguiente tendría que llamar al obispo para preguntarle si las brujas se enterraban en sagrado o en “el entredicho”. Eso no lo sabía.
Semanas después, cuando Adelita, la gordeta, ya había empezado a recuperar peso, José, el entenao, durante la partida de guiñote, comentó a mosén Leoncio:
―¿Sabe qué?
―¿Qué?
―Que…
―Que no lo quiero saber ―zanjó. Y cantó las cuarenta.