lunes, 21 de octubre de 2024

QUE NO LO QUIERO SABER

 En este mes voy a participar por duplicado en e reto de EL TINTERO DE ORO en homenaje a Delibes. En esta ocasión fuera de concurso. Tenía dos historias una bonita y otra fea, porque en los pueblos no todo es bonito). O sea que a concurso la bonita; esta es la fea. 

He contado con la simpar ayuda de Juan el Portoventolero, para averiguar el nombre (entrecomillado en el texto) de un lugar. Si algo no sabe la I.A. ya sabéis a quien preguntar

 

AQUÍ podéis encontrar el resto de caminos rurales

 

          Adelita, la gordeta, había empezado a adelgazar. El mote no era ofensivo; a los niños no se les ponía mote ofensivo. Había otra Adelita; la flaqueta, o sea que era un mote distintivo. Su adelgazamiento era el principio del fin de un proceso más largo.

          Julián, el herrero, era su padre. Además de la herrería también tenía algún que otro campo. Se dedicaba a la agricultura por las mañanas y a la herrería por las tardes, de modo que aunque ingresos modestos, le hacían destacar en el panorama típico de la posguerra avanzada.

          Un día, recuerda perfectamente el día, comenzó su desgracia. La mula murió. Apareció en el suelo de la cuadra aquella mañana. Primero pensó que estaría enferma pero cuando se agachó para sorollarla notó que apenas conservaba calor. Morirse la mula es como si se te quema el taxi, pero sin seguro. Llevarla y arrojarla al muladar era casi una ceremonia a la que le acompañaron sus escasos amigos:

          ―¿Qué pasó? ¿Cómo ha muerto?

          ―No sé. Por la mañana estaba muerta.

          ―¿No has llamao al veterinario?

          ―No. ¿Pa qué? ―En aquellos tiempos no se hacían averiguaciones, aunque Julián, el herrero, meses después se arrepintió.

          El pequeño colchón económico que atesoraba le permitía comprar otra mula sin acudir al prestamista. Por aquel entonces, Adelita, la gordeta, dejó de salir a jugar con sus amigas por las tardes. Se quedaba en casa sin hacer gran cosa.

          ―¿Qué te pasa, Adelita? ―le preguntaba su madre, Aurora, la generala―. ¿No vas con tus amigas?

          ―No.

          ―¿Te has peleao con alguna?

          ―No.

          ―Pues ves con tu padre a la herrería, y le ayudas…

          ―No

          ―Bueno pues, chiqueta.

          El lenguaje había dejado de fluir

          Un mes antes de la matanza, a Julián, el herrero se le murió el cerdo que había estado criando todo el año. Esta vez sí que llamó al veterinario.

          ―¿De qué s`ha muerto?

          ―Pues no lo sé. Es un poco raro. ¿Se había comportado de forma extraña últimamente? ―preguntó don Ramón, el veterinario.

          ―Pues no sabría decirle. Comer y dormir. ¿Qué más puede hacer aquí?

          ―Últimamente comía menos ―intervino Aurora, la generala.

          ―Pero ¿le ponías lo mismo y se lo dejaba? ―Don Ramón, el veterinario, se agachó y le examinó el interior de la boca. Finalmente dictaminó―: No sé de qué se puede haber muerto. No se os ocurra hacer embutido. Si no es por muerte de accidente físico, no se puede.

          Ya había respondido a lo que había motivado su intervención.

          Después del cerdo murió la nueva mula. Eso obligó a Julián, el herrero, a vender los campos. En la actual situación no podía seguir echando el dinero a un pozo. Finalmente empezó a adelgazar Adelita, la gordeta.

          ―Me ha dicho Avelina, la guercha, que Florencia, la camona, nos ha echado mal de ojo. Que ya lo sabe todo el pueblo. ¿A tú no t`han dicho na?

          ―¡Andanda! Eso son tontadas de viejas.

          ―Ah, ¿no? Pues, ¿q´hacemos con la niña? La llevamos al médico pa que diga que no lo sabe, o que no le pasa na, pa no decir que no lo sabe, y nos esperamos a que se muera, como laija de Pili, la bolera.

          ―Y ¿por qué nos iba a hacer eso? ¿Qué l´hemos hecho nosotros?

          ―No sé. Cosas de brujas. Ya conoces a la familia…

          ―Es que no sé q´hacer.

          ―Pues está claro´hijo. Lo que pasa es que era un cagón. No vales ni p`astar escondido. Si mi padre levantara la cabeza… ―Este era el tenor de las recriminaciones de Aurora, la generala, desde hacía una semana.

          ―Bueno, le preguntaré a José, el entenao ―concedió por fin Julián el herrero.

          ―Vayauno, al que le vas a preguntar.

          Y así lo hizo.

          ―Bueno, sí. Es lo que dice todo el pueblo. Yo no creo en esas tontadas, pero tampoco me preguntes qué lo que te está pasando, porque tampoco lo sé. Eso son cosas misteriosas que la ciencia no sabe.

          ―Pero, tu lees libros y eso, debes saber de estas cosas. ―José, el entenao, era el más listo del pueblo, junto con mosén Leoncio y el alcalde. Era mozo soltero y tenía cubiertas sus necesidades económicas, así que se dedicaba a instruirse. Además era comunista.

          ―Lo que dicen es que para quitártelo, tienes que ir a otra bruja, y que ella te lo hará. Pero vas a tener que ir a una de otro pueblo, porque las otra dos de aquí son familia de ella.

          ―Pero ¿cómo estoy seguro que es ella?

          ―Eso se sabe

          ―Pero ¿y porque?

          ―Eso no se sabe. ―Julián, el herrero, abatido, dejó caer su cabeza sobre el pecho. José, el entenao, compadecido, continuó―: Según dicen, ellas tienen el mal, y, o lo pasan, o se lo tragan. Pero yo no creo en esas cosas, ¿eh? Yo te cuento lo que dicen, pero en realidad no se sabe.

          El día del Corpus, durante la procesión, Julián, el herrero, se quedó rezagado, a pesar de lo despacio que se caminaba. En el peche, donde estaba la iglesia, esperaba sentado en un banco José, el entenao, que nunca participaba en las ceremonias religiosas, aunque jugaba de pareja al guiñote con mosén Leoncio. Cinco minutos después de que todos hubieran entrado vio llegar sofocado a Julián, el herrero. Mosén Leoncio movió la cabeza a ambos lados cuando lo vio entrar con la misa ya comenzada, así como regañándole. Poco imaginaba en aquel momento que al día siguiente tendría que llamar al obispo para preguntarle si las brujas se enterraban en sagrado o en “el entredicho”. Eso no lo sabía.

          Semanas después, cuando Adelita, la gordeta, ya había empezado a recuperar peso, José, el entenao, durante la partida de guiñote, comentó a mosén Leoncio:

          ―¿Sabe qué?

          ―¿Qué?

          ―Que…

          ―Que no lo quiero saber ―zanjó. Y cantó las cuarenta.

 

 

 



miércoles, 16 de octubre de 2024

¿DÓNDE ESTÁ EL LOBO SOPLADOR?

 Esta semana nos convoca Nuria desde su blog BITACÓRA LITERARIA con el tema del Lobo Feroz (Feroz de apellido). Aunque parece que la tendencia debería ser hacer del lobo un personaje bueno, yo he continuado con su faceta malvada, porque sin malo, se nos van a tomar viento nuestros cuentos infantiles.

He repescado un texto antiguo que se apoya indefectiblemente en la imagen que acompaño; sin ella el texto no tiene sentido (y con ella... no sé, no sé) 

AQUÍ podéis encontrar el resto de Lobos

 

                ―¿Quién es?

                ―Soy Caperucita, abuela. Ábreme ―contestó el Lobo, fingiendo con poco acierto, la voz de una niña.

                ―No pareces Caperucita. A ver, mete la manita por la gatera. ―Así lo hizo la falsa niña―. Uyy, que mano más sucia. Tú no eres Caperucita. Ella… ―Sintiéndose descubierto, el Lobo metió la pata en un cubo de pintura blanca que había en el andamio de los grafiteros que estaban pintando la fachada. Luego volvió a meter la pata por la gatera―. Ahh, ahora sí que te reconozco. Pasa Caperucita ―dijo la abuela abriendo la puerta.

                El lobo empujó la puerta y la franqueó. La abuela viendo el engaño, puso la zancadilla al Lobo, que cayó de bruces, y se dio con todos los morros en la esquina de una mesita. La abuela, percatándose de la pequeña ventaja de que gozaba, se dirigió a la ventana y pidió ayuda.

                ―¡Socorro, socorro!

                Pero nadie hizo caso. Viéndose desamparada, la abuela sacó, primero su pierna y luego el cuerpo entero por la ventana, y no sin gran esfuerzo, logró pasar hasta la ventana del libro de al lado. Allí, viendo la visita inesperada, el cerdito albañil empezó a correr y gritar, brazos en alto, dando vueltas a la mesa del salón:

                ―¡Brecha de seguridad! ¡Brecha de seguridad! ―Sus dos hermanos, que ya se habían refugiado en la casa del hermano mayor, lo imitaron, ya que no conocían las costumbres de la casa. «Allá donde fueres, haz lo que vieres», pensaron al unísono.  El espectáculo dejo perpleja a la abuela , que tampoco conocía las costumbres de la casa.

                Finalmente, el Lobo logró recuperarse, y siguió los pasos de la abuela. Una vez dentro de la casa del cerdito albañil, percatándose del banquete que le esperaba, ni corto ni perezoso, se dirigió a la puerta, la abrió y llamó al Lobo que hacía rato que ya no soplaba intentando derribar la casa.

                ―Eh, venga entra, que aquí voy a necesitar ayuda, para despachar toda esta carne ―Pero allí afuera no había nadie.

                Mientras tanto los grafiteros, ayudaron a salir a los tres cerditos y la abuela, por aquella ventana. Luego, antes de que el Lobo pudiera seguirlos, la pintaron  con imprimación blindada y laca de acero. De este modo el Lobo se quedó sin merienda.

                MORALEJA: Todos los Lobos de los cuentos son el mismo. Solo hay uno.



domingo, 13 de octubre de 2024

EL SECRETO

Este mes en EL TINTERO DE ORO se homenajea a Delibes, centrándonos en su obra "El camino", y más concretamente en el tema naturaleza y vida rural. Como siempre 900 palabras sin IA (en breve seremos discriminadores)

Aqui podéis encontrar el resto de "caminos"


          ―Hoy vamos al corral de Carranzo ¿verdad, mama?

          ―Sí, bébete la leche; en cuanto tu hermano traiga el coche nos vamos.

          En el corral de Carranzo me lo pasaba pipa mientras los mayores hablaban, y luego comían. Había animales y jugaba con ellos y con Francisqué, si ya había vuelto con las ovejas.

          ―Papa, por aquí no es. ¿No vamos donde los Carranzos?

          ―Sí, pero primero vamos al corral de tu madre.

          ―Mama, ¿tú tienes un corral?

          ―Sí. Bueno a medias. Es de los cuatro hermanos.

          ―Y ¿quién vive?

          ―Nadie. Esta abandonado.

          Aquello de estar abandonado ya me gustaba más. Podría inspeccionar…

          En cuanto mi hermano paró, salté del coche. Había un recinto de piedra sin puertas. Dentro, a la izquierda había una casa de bajo y planta, también sin puertas. Todo era de piedra y adobe. A la planta se subía por fuera, por una escalera de piedra con peldaños muy altos, o eso me parecía entonces.

          ―Pues aún se conserva muy bien para el tiempo que ha pasado ―comentó la mama. Por cómo hablaba parece que era la única que conocía el sitio.

          ―Pero mama, si el tejado esta medio hundido.

          ―Es que lleva muchos años abandonado ―dijo apesadumbrada para luego cambiar―. ¿Y tú ¿cómo lo sabes?? ¿Ya has subido arriba? Es peligroso; cualquier madero se puede partir al pisarlo.

          ―No. El suelo esta fuerte y del tejado solo se ha partido un madero.

          ―¡Este niño…! ―Luego siguió explicando―. Primero dormíamos en la cueva. Luego mi padre y mi madre y el tío Pascual fueron haciendo la valla y después la casa. ―Su padre era mi abuelo Manuel; apenas lo recuerdo pero dicen que es a quien más me parezco yo. La cueva no era lo que se entiende por cueva. Era como un voladizo de roca de unos dos o tres metros de profundidad que circundaba todo el cerro hasta donde acababa la valla de piedra. Construyendo un muro cerrando el voladizo ya tenías un habitáculo. La mayor parte de ese muro estaba ya derruido. Pero se conservaba algún trozo.

          ―¿Y vivíais aquí? ―pregunté. Mi padre y mi hermano ya lo debían saber porque no preguntaban.

          ―No, la casa estaba en el pueblo pero aquí pasábamos la noche los que nos quedábamos con las ovejas, que éramos normalmente tu abuelo, tu tío Manuel y yo.

          ―¿Y de qué son esos agujerazos que hay en la piedra?

          ―Esos los picaron tu abuelo y tus tíos para recoger agua.

          ―¿Qué agua?

          ―La de lluvia. Aquí no hay grifos. ―Jamás se me ocurriría que aquí pudiera llover. Excepto el cielo todo es marrón. Los escasos romeros eran verde marronosos y la roca gris marronácea. Si lloviera se formaría un barrito con el polvo que cubre la roca por el que flotaría la mano al pasarla sobre ella. De hecho la capa de barro en el fondo del los agujeros era mucho más gruesa    

          Después ellos subieron a ver la parte de arriba de la casa y yo me acerque a la cueva; a la parte que conservaba el muro. Al adentrarme escuché un ruido y me quedé quieto hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Debía haber alguien durmiendo dentro. Volví a moverme, y él también. Con el movimiento percibí su figura. Era un jabalí. Nunca había visto uno en persona, pero dicen que son como cerdos salvajes. Cerdos sí que había visto, y aquello se parecía más a un toro. Retrocedí muy lentamente para refugiarme detrás del muro, pero no le perdí la mirada. Él tampoco. Estuvimos más de un minuto. Luego, vista su tranquilidad, hice ademán de acercarme para acariciarlo, como con los conejos y las cabras de Carranzo, pero él gruñó. Me fui hurtando detrás de la valla y cuando desparecí de su vista corrí al piso de arriba donde aún estaban mis padres.

          Bajando de allí pregunté a la mama si por allí había jabalíes. Negó, pero la mama hace mucho que no vive allí. Al bajar, tiré una piedra a la cueva, pero nada se oyó.

          Al llegar a Carranzo me fijé en lo parecido de la construcción. Francisqué ya había vuelto de las ovejas. Lo primero que hice cuando lo vi fue preguntarle si por allí había jabalís.

          ―Alguno hay, pero no muchos

          ―¿Tú has cazado alguna vez alguno? ―Francisqué era cazador. El que mejor puntería tenía del pueblo, según decían. Era mozo cincuentón y vivía allí con su hermana y su cuñado, y aunque no fuera el más listo del pueblo, sí que era el mejor cazador.

          ―No. Hace falta munición más potente. Por aquí la más grande cazamos son corzos. Un jabalí, si no lo matas se puede revolver…

          ―Pues yo he visto uno ―le solté emocionado― pero no lo digas, seguramente dirán que me lo invento.

          ―Ah, ¿sí? ¿Y dónde? ¿Cómo ha sido? ―Se lo expliqué todo sin escatimar detalles.

          De vuelta al pueblo le dije a mi hermano que volviera a pasar por el corral de la mama, porque había perdido unas canicas. Aunque renegó lo hizo. Bajé del coche y fui corriendo donde el jabalí. No estaba. Durante el camino de regreso no despegué la frente de la ventanilla, pero no volví a verlo.

          No regresé a Carranzo en muchos años. Cuando lo hice Francisqué ya era muy mayor. En cuanto me vio, una sonrisa cómplice iluminó su cara. No se lo había contado a nadie.

 


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