Paseaba el otro dia por mi lista de lectura y veo un post de Patricia de ARTESANOS DE LA PALABRA sobre un reto basado en la detención del tiempo. Increíblemente hace 2 semanas escribí un texto para el libro anual de EL VICI SOLITARI, exactamente sobre eso. El reto en cuestión lo lanza Cristina Rubio desde su blog ALIANZARA. Hay que leer un cuento de Juan Rulfo titulado "No oyes ladrar los perros" en que se produce el referido efecto narrativo. Curiosamente, el mes pasado leí "Pedro Páramo. No me digaís qué cantidad de coincidencias. Me estoy extendiendo un poco en la presentación porque el reto no tiene límite de palabras.
Podéis encontrar el resto de detenciones AQUI
―¿Diagnóstico?
―Malo. Bueno, depende.
―¿De qué depende? ―canturreó la víctima.
―Bueno. Eso vendrá luego. Ahora… tres endodoncias
irrecuperables, dos raíces para extraer porque ya no queda muela, y para
rematar… limpieza de boca.
―En cristiano… tres o cinco implantes, ¿o se puede hacer
alguno doble?
―No. Ve con Sandra que te hará el presupuesto. Yo tengo que
hacer una limpieza y luego hablamos.
Salí de la sala de tortura y me dirigí a otra sala de
tortura, la del presupuesto, pero antes… lo primero. Fui al lavabo. Abrí, y
aquello no era el wáter; observé desde el umbral y allí dentro había una serie
de peceras enormes con grandes bichos en su interior. Apenas se movían, pero
con seguridad estaban vivos. Volví a cerrar y me fijé en el letrero:
“Donantes”. Busqué el que ponía lavabo. Pero antes abrí una puerta que decía
“Pruebas”: era una sala de espera con tres personas, de bajo estrato social y
aspecto famélico; su indumentaria les delataba. “Perdón” , me excusé. Por fin
encontré el baño, y poco después llegué donde Sandra:
―¿Vas a entrar a degüello? ―bromeé. Había cierta confianza.
―Nueve mil más o menos. Solo lo más esencial.
―Ostras…
―Solo los tres implantes de las muelas irrecuperables. Es
que llevas mucho sin venir, y claro, luego vienen las sorpresas.
―Bueno, pues, tendremos que hacerlo por partes. Bueno, en
cualquier caso me ha dicho que me esperara, que me ibas a decir algo.
―¿Ah, sí…? ―comentó Sandra sorprendida.
―Sí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
―Nada, nada… Ya te lo explica ella.
En esas salió Susana con el paciente de la limpieza, al que
ya había despachado:
―Ella le cobrará. Tú ven conmigo al despacho. ¿Cuánto te ha
dicho? ¿Diez?
―Nueve.
―Ya. Bueno… Quería proponerte un descuento del 50% porque
hay unos implantes nuevos que tienen una alta subvención por parte de la
farmacéutica que los promociona.
―¿50%? ¿En serio? Me suena raro. Lo barato sale caro.
―Yo te los recomiendo. No son como los normales.
―Ah… ya me parecía…
―En cierto sentido son mejores, aunque solo duran entre uno
y dos años.
―¿Perrrrdona…?
―Perdonado. No provocan rechazo ni el trauma quirúrgico de
los tradicionales, ni las multivisitas de ajuste…
―Todo lo que tú quieras, pero… ―interrumpí.
―…y luego vuelven a salir. ―Aquí se produjo el silencio.
―¿El qué vuelve a salir?
―Los dientes.
―Sí, hombre. ¿Me estas vacilando?
Si me estaba vacilando lo hacía muy bien, porque finalmente
me convenció. Me condujo por un pasillo a continuación de la sala a la que me
había asomado por error.
―Antes, buscando el lavabo, me he asomado a este pasillo y
he visto a esta gente de la sala de espera. Ya entiendo lo del cambio de
nombre: “Escualident”. Jjajja.
―¿Por?
―Y también unas peceras grandes en otro pasillo…
―Aaah… jajaa. Entonces ya no hace falta que te explique
mucho. Antes, cuando te lo proponía, recordé que una vez me comentaste que
trabajabas en bolsa, ¿no?
―Bueno, hasta que me echen. No soy el mejor bróker de la
empresa.
―Entonces estos implantes te vendrán que ni pintados, ¿no?
Jajjaj.
Reí el chiste ―supuse que era un chiste por como ella lo
celebraba― para no parecer más tonto de lo que soy, aunque en realidad no lo
entendí. Entramos en el despacho y tras rebuscar unos papeles me los presentó
para que los firmara:
―Y ¿para qué tanta formalidad de firmar un documento para
un implante?
―Es por la subvención. La subvención se supedita a la firma
de un contrato de confidencialidad. O sea que no le puedes decir a nadie que
llevas este tipo de implantes. Puedes decir que llevas implantes pero no de
este tipo ni de esta marca. Es porque aún están en la fase final de experimentación.
―Y ¿qué marca son?
―Pues mira, si no lo sabes seguro que no se te escapa.
Quedamos mañana por la mañana a las siete. ¿Te parece?
―¿A las siete de la mañana?
―Sí. Es que esto lo hacemos fuera de horario de clínica.
Además todo se hace en una visita. Vaya, que mañana a las ocho ya tienes
dientes nuevos.
La operación fue de maravilla y se confirmó el pronóstico
de Susana. A las ocho ya me subía al metro de vuelta a casa, sin ningún dolor
ni molestia. No acostumbraba a ir en metro, por lo que aquella acumulación de
gente me pareció excesiva. «Si lo sé cojo un taxi», pensé. No tuve que hacer
ningún esfuerzo por subir al vagón, ya que la multitud me arrastraba. Era hora
punta. La opresión de la gente comenzaba a resultar molesta. Me sentía como un
pez enlatado. Notaba un escroto que se clavaba en mi nalga, pero no percibí
ningún cambio de tamaño, al contrario que el mío, que se clavaba a su vez en la
nalga de la chica que tenía delante, pegada irremisiblemente a mi cuerpo.
Intenté apartarme, pero no podía porque estaba flanqueado por dos gorilas que
hablaban entre sí por encima de mi cabeza. Mi excitación aumentaba sin remedio.
La chica olía de maravilla. Convulsivamente, sin darme cuenta, en un movimiento
espasmódico, bajé la cabeza para oler su pelo. Ese fue el punto de no retorno.
Recé para llegar cuanto antes a la próxima estación y aliviar aquella presión
cuando se bajara la gente, pero el tiempo no avanzaba. Los gorilas parecían
hablar en cámara lenta. La chica susurró al cuello de su blusa: “C…e…r…d…o”,
como arrastrando las letras, y en voz baja, para que solo yo lo oyera. La forma
en que lo dijo, independientemente del contenido, me excitó más aún. Un instinto,
hasta entonces desconocido, me alarmaba sobre la urgente imprescindibilidad de
menguar aquella excitación. Tensé el
cuerpo y lo estiré hacia arriba en un intento de coger más aire y frenar el
corazón que contrariamente al tiempo, aceleraba.
«No…»
Los fluorescentes
parpadeaban sincopadamente, de forma cada vez más lenta. Podía percibir la
oscuridad entre un parpadeo y el siguiente.
«…soy…»
Apreté mis nuevos dientes en un intento más de contención.
«…un…»
Las paredes en el exterior del convoy se desplazaban por la
ventana cada vez más despacio; en breve se pararían.
«…cerdo…»
Me forcé a mirar hacia el techo en un intento de dejar de
oler a la chica, pero su aroma ya me envolvía.
«…Sss…»
Apareció ante mí un oso blanco, sin que hubiera pensado en
él.
«…ssoy…»
Me tensé más aún. Apreté los puños todo lo que pude.
«…uuu…»
Encogí los dedos de los pies en un intento de sujetarme,
aunque fuera al suelo del vagón.
«…uun…»
De repente todo se volvió blanco. El tren se paró
definitivamente. Todo el mundo quedó congelado. Y entonces, sin darme cuenta
descargué la dentellada. La cabeza de la chica fue saltando de un pasajero a
otro hasta que encontró un hueco para caer al suelo.
«…tiburón.»
El cuerpo de la chica cayó también al suelo cuando el resto
de pasajeros, tintados de sangre, se apartó. Lo único que no cayó fue su cuello
que permaneció en mis fauces hasta que lo tragué.
Susana pudo documentar un efecto secundario de los nuevos
implantes, desconocido hasta la fecha.