martes, 5 de agosto de 2025

SE DIO A LA FUGA

 Esta semana nos convocan Patricia y Rosana desde su blog ARTESANOS DE LA PALABRA y el tema es el Sacudón, que para los que no quieran mirar el diccionario, es una sacudida a lo bestia, una que te hace cambiar para siempre la forma de pensar. Y de actuar. Puede ser un relato de ficción o de otra manera. El mio es de ficción.

AqUI poséis encontrar el resto de sacudones


          ―Pero ¿cómo que se dio a la fuga? ¿Nadie vio nada? Fue en pleno día ―La desesperación del padre iba en aumento. La madre no paraba de llorar, dando gritos ocasionalmente― ¿Dónde está su superior?

          ―No tengo superior, al menos en este edificio. Sí que hay algún testigo. ―Luego bajó el tono y se llevó al padre a un rincón―. Escúcheme; esto no puedo decírselo pero hay dos testigos que indican que el asesino conducía cómo si fuera borracho, pero no vieron la matricula. El modelo del coche es muy común pero haremos lo posible. ―Luego volvieron donde la madre, que seguía llorando, sin haber llegado a percibir la momentánea ausencia de su marido―. Ahora deben ir a la Oficina del Forense a identificar el cadáver.

          El padre se tranquilizó mínimamente y transmitió, casi sin querer, la calma a su esposa. Este poco conocido mecanismo de transferencia emocional sin palabras, ni tan siquiera miradas, se produce en parejas muy veteranas. Su hijo era oriental y había sido adoptado por imposibilidades físicas de los padres cuando ya contaban más de cuarenta cada uno. Al chico le gustaban las motos pero no había tenido mucho tiempo de adquirir destreza, ya que solo hacía un par de meses que sus padres, por fin, le habían comprado la Kawasaki. Aquel engendro solo había hecho que ayudar a matarlo. La cabeza del chaval había quedado entre el asfalto y el engendro cuando el coche del asesino pasó por encima de ambos. Antes de salir de la comisaría el padre creyó reconocer al modelo de un retrato que colgaba en un cuadro en la misma entrada del vestíbulo. Fuera quien fuera debía confundirse pues no conocía ni había conocido a ningún policía. Sintió cierta afinidad con él, quizás por las arrugas que delataban su jubilación; una condición que les igualaba.

          La investigación no progresó y el caso se aletargó en un par de meses. Ahora la desesperación no era rabiosa, sino más bien contenida.

          Una noche que no podía aguantar más en casa salió a tomar una copa a un bar de mala muerte; sin su mujer que se había ido a la cama a no dormir, temprano. Se había tomado dos cuando vio que salía del bar uno que se había tomado cuatro. Le siguió y comprobó cómo se subía al coche y se iba. Él había venido andando. La noche siguiente volvía y comprobó que los humanos somos animales de costumbres. Cuando iba arrancar le picó en la ventanilla. El borracho la bajó. Había visto en un reality de estos de true crime, un caso de un “sérial” que metía a sus víctimas el puñal por la yugular pero en dirección a la garganta, de modo que no podía gritar porque se ahogaba con su propia sangre. Resultó que era cierto.

          Al día siguiente cambió de bar. No quería que establecieran un patrón enseguida. A veces tenía que tomarse cuatro o cinco copas para encontrar una víctima. Se iba a casa en coche porque a veces para despistar se tenía que desplazar kilómetros. Pero se iba con el convencimiento de que si no había ajusticiado al asesino de su hijo, aunque fuera sin saberlo, había salvado una vida; una inocente.

           El Departamento de Policía de Los Ángeles había demostrado su inutilidad no atrapándolo. Él confiaba en seguir mucho tiempo con su nueva actividad autoimpuesta. Al fin y al cabo Colombo ya se había jubilado.


jueves, 31 de julio de 2025

AHORA OS VEO, Y AHORA YA NO OS VEO (más)

 Este jueves anfitriona MERCHE con un tema de mucha actualidad al menos en el hemisferio norte: Las sandalias.

AQUI podéis encontrar el resto de sandalias

 

          ―Diga…

          ―¿Nathan?

          ―¿Quién pregunta?

          ―Tooom.

          ―¿Qué Tom?

          ―¿Qué Tom va a ser? Tom Bishop.

          ―Ah… ―sin solución de continuidad cambió radicalmente el tono― ¿cómo estás? ¿Sigues en la agencia?

          ―No puedo decírtelo; tendría que matarte… jajaj. Te llamo aquí desde una cabina que he encontrado de milagro en este pueblo. He venido de vacaciones aquí a un sitio con Elisabeth…

          ―¿De vacaciones? ―interrumpió Nathan―. Ya no estás en la agencia. ¿Te han echado?

          ―Da igual. Te llamo porque este sitio te encantaría. Mucho mejor que esa isla de las Bahamas que ibas a ir. Aquí las nativas están… y van vestidas…bueno, es un decir que van vestidas.

          ―¿Dónde es?

          ―En la polinesia. Su-Chao se llama la isla principal.

          ―Un pelín lejos, ¿no?

          ―Da igual. Cuando estés aquí ya no querrás volver a ningún sitio. Lástima que haya venido con Elisabeth… pero bueno. Tienen un problema. Para ellos no es un problema, porque han vivido así toda la vida. El caso es que hace mucha calor y muchísima humedad, y aquí, las mujeres tienen un pudor infinito porque les vean los dedos de los pies; o sea, pero una cosa exagerada, y claro, aquí, las sandalias, para las mujeres no existen. Van con unos zapatos cerrados, que se les cuecen los pies.

          ―Tampoco será tanto.

          ―Ya te digo. Aquí una mujer con sandalias sería como en la quinta avenida una tía con la falda por la cintura, y sin… ―Se dio la vuelta y Elisabeth estaba llegando a su lado― …calcetines; las sandalias siempre sin calcetines. Obviamente. Eso es un mandamiento universal. ―Aquí hizo un aparte para explicarle a Elisabeth―: Estoy hablando con Nathan, le explico lo de las sandalias. Le he hablado de ti. Al jefe de la tribu. Les he dicho que eras mago y que encontrarías una solución. Ya sé que no eres mago pero siempre has conseguido cosas imposibles.

          ―No creas. Estoy estudiando magia. Jubilado con tanto tiempo libre…

+++++

          Un par de semanas después Nathan se presentó en la isla. Tom aún estaba por allí. Ninguna nativa se ofreció a hacer de conejilla de indias en público. Hubo que hacerlo en la consulta del médico, con el jefe de la tribu, su mujer, Nathan, Tom y la voluntaria.

          ―Meta el pie ―dijo Nathan señalando la sandalia que había traído..

          La nativa, desnuda de tobillo para abajo, entendió las señas e introdujo muy lentamente el pie. En el momento en que debían aparecer los dedos por la punta de la sandalia, no asomó nada. Metió el pie a fondo, incluso forzando, pero no apareció nada.

          ―No me jodas ―exclamó Tom―. ¿Cómo lo has hecho? ―Y se abalanzó sobre la sandalia echando mano a la punta.

          ―¡Aaaggghhh! ―gritó la chica violentada, alarmando a todo el poblado que estaba en su práctica integridad en la puerta del médico.

          ―¡Coño! Los dedos sí que están ―exclamó Tom retrayendo la mano avergonzado.

          La mujer del jefe apartó a la nativa de un manotazo y tras desnudar su pie sin ningún pudor, se dispuso a meterlo en la sandalia. Pero justo un segundo antes:

          ―¡Aaaggghhh! ―volvió a gritar la nativa, aún más asustada que antes al comprobar que tras sacar el pie de la sandalia los dedos no reaparecían.

          ―Ostras, ¿no vuelven?

          ―No se han ido, solo que no se ven. Si queríais que fuera para un ratito, deberíais haber llamado a un ilusionista, no a un mago.

                                                                                                                                                                                                                                                                                  


domingo, 27 de julio de 2025

¿QUÉ HAY HOY PA COMER?

 Como con este sol se me han evaporado las ideas, hasta que consiga volver a condensarlas, voy a publicar este relato que envié a un concurso con el resultado habitual. Me disculpo de entrada porque este era un concurso con mínimo (sí, mínimo) de palabras; nada menos que 1400. Además debía contener una frase a elegir entre tres. Yo escogí: "De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos."

 Bueno , Ahí va:


          ―Ya sé lo que voy a regalarte.

          ―¿Regalarme por qué?

          ―Porque llevamos una semana saliendo juntos.

          ―Jaja… Frank, no tienes que regalarme nada por llevar una semana saliendo. ¿Qué me regalarás por mi cumple? Te vas arruinar.

          ―Un reloj. Nunca te he visto con reloj.

          ―Lo miro en el móvil. Ya no hace falta el reloj. Todo el mundo tiene móvil. Además todos los hombres con los que he salido, lo primero que me regalaron fue un reloj ―dijo Íngrid intentando que no se le escapara una carcajada.

          ―¿En serio?

          ―Jajaj ―desistió por fin. Luego hizo una pausa, como si fuera a decir una cosa muy importante―. De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos.

          ―¿Contenía? ¿Cómo que contenía?

          ―Espera. ―Ingrid salió disparada escalera arriba y a los pocos segundos bajó con un enorme reloj de arena. Tendría unos cincuenta centímetros de altura, aunque era liviano porque lo llevaba con soltura cogido por una de las columnas. Lo plantó sobre la mesa en la que estaban conversando―. Pedazo de reloj ¿eh? ¿Era como este el que me ibas a regalar?

          ―Pues no. No era esto lo que tenía pensado. ―Frank lo examinó con detalle. Tenía toda la pinta de ser el primero que veía en su vida, así, en directo―. ¿Qué es lo que pone en la tapa? ―Lo cogió y leyó―: Si me giras a tiempo, te regalo 48 minutos. ¿Qué significa?

          ―Ni idea. Me lo trajo mi abuelo de un viaje a la India que hizo. Lo que sí que sé seguro es que tarda 48 minutos en cada volteo.

          ―A ver… ―dijo Frank mientras le daba la vuelta.

          ―Una vez estuve un día entero dando vueltas al reloj cada cuarenta y ocho minutos ―comentó así como apesadumbrada, con la vista perdida en el vacío.

          ―¡Walla! ¿Y notaste algo?

          ―No ―respondió volviendo a la realidad―. ¿Cómo iba a…

          ―¡Claro…! ―la interrumpió Frank―. ¿Qué ibas a notar? ¡Qué idiota! Debes haber pensado que soy tonto. ¿No te estabas quedando conmigo, verdad?

          ―Nooo. Claro que no. Además, más tonta sería yo de haber estado haciéndolo, ¿no?

          ―Bueno, pero yo no lo he dicho con esa intención, ¿eh?

          ―No. Ya lo sé. Es que no sé qué tenía que notar algo. El reloj no volvió atrás, ni paró la gente. Solo que por la noche no tenía sueño. Seguramente es una tomadura de pelo para turistas. Pero es chulo, así tan grandote, ¿verdad?

          ―Ya te digo. ―Luego pasaron unos segundos en los que estuvieron viendo caer la arena―. Y eso de tus otros novios… ¿cuántos novios has tenido?

+++++

          ―Señora, ¿esto lo quiere o lo va a tirar? Tendría que mirar de tirar cosas. La gente aprovecha las mudanzas para tirar cosas que solo guardaba porque le cabían en casa. ¿La casa del pueblo es más grande que esta?

          ―No lo voy a tirar. Es un regalo de mi abuelo. Llevo treinta años guardándolo y ahora lo voy a tirar… Tráelo que ya lo llevaré yo en el coche, no sea cosa que lo rompáis.

          ―No tranquila, señora, que somos profesionales. Ya lo envolvemos en una manta. ¿Y esto que pone en las bases de los cuarenta y ocho minutos?

          ―No lo sé. Tráelo, anda.

          ―Que no. Tranquila señora que no le va a pasar nada al reloj. Mire ya está todo cargado. Lo ato aquí envuelto en una manta con un pulpo al lateral para que no se mueva. Y hala, ya nos ponemos en marcha, y nos vemos ya en el pueblo en… ¿cuánto? ¿Cinco horas, más o menos? ―observó mirando su reloj―. A las seis, más o menos. Bueno si no hay caravana ni accidentes ni nada de eso. ¿Vale?

          Al poco rato de haber iniciado el viaje, el conductor le dijo al acompañante:

          ―Tío, me estoy meando. Vamos a parar en esa área de servicio.

          ―¿Cómo que te estas meando, tío? Si acabas de mear antes de salir.

          ―Bueno, pues me estoy meando. ¿Qué quieres que te diga? Te doy el teléfono de mi urólogo y le preguntas a él. Venga bájate, que ahora voy. Pídeme una Pepsi.

          ―No va a haber Pepsi.

          ―¡Joder! Si no hay, pídeme lo mismo que tú.

          En cuanto su compañero entró en el establecimiento, el conductor abrió la persiana trasera del camión, desenvolvió el reloj sin moverlo mucho y descubrió que faltaba muy poco para que se acabara la arena. Cuando lo hizo, lo volteó, y quedó expectante de que pasara algo. Miró su reloj, su entorno, los coches pasando por la autopista, su compañero que salía del establecimiento para llamarlo… pero nada sucedió.

          ―Pero, ¿qué hacías en el camión tanto rato?

          ―Joder, tío. Pareces mi mujer. ¡Echa pa dentro ya, coño!

+

          Al llegar Íngrid al pueblo, el camión de la mudanza ya estaba aparcado delante de la puerta de su casa.

          ―¡Ostras! ¿Cómo habéis llegado tan rápido si he salido yo primero? ¿ Por donde habéis venido? Primero autopista y luego comarcal, ¿no?

          ―Pues sí. Por donde marcaba el navegador.

          ―Pues igual que yo. No lo entiendo.

          ―Sí que se ha hecho un poco corto sí. Y eso que hemos parado en el área de servicio, ¿verdad, tú? ―preguntó dando un codazo a su compañero.

+++++

          ―Mamá. Esta es la tercera mujer que te ponemos para que te cuide. Deberías venirte a vivir con nosotros. Seis meses en mi casa y seis meses en la de Juan. Aquí en el pueblo todo se sabe y las cuidadoras que rondan por aquí ya no quieren venir a esta casa. Dicen que las desprecias...

          ―¡Debbie! yo no desprecio a nadie ―la cortó su madre―. Lo que pasa es que no me hacen caso cuando… ―se interrumpió sin motivo aparente. Luego siguió―: ¿Qué hay hoy pa comer?

          ―Verónica, ¿Qué hay hoy para comer?

          ―Lentejas de primero y pollo de segundo.

          ―Ya lo has oído, mamá.

          ―Dile que pollo no quiero. Ya tengo bastante con las lentejas. Díselo, díselo.

          ―No, mamá. El médico dice que tienes que comer proteínas. Verónica, mira de que se coma el pollo.

          ―Ya veremos…

          ―Bueno, tu inténtalo. Mira, mama, te he traído unas revistas.

          ―Hija, ya no veo ni un cura en un montón de cal. Déjalas ahí al lado del reloj…

          ―Pues entonces esto que te traía también, de sopa de letras y… Mamá ¿qué hace aquí este mamotreto de reloj aquí en medio?

          ―Me gusta mirar cómo cae la arena.

          Entonces Debbie vio la inscripción en las bases del reloj:

          ―Esto que significa, Mamá.

          ―No lo sé. Es un regalo de mi abuelo que me trajo de la India.

          ―¿Y la arena dura cuarenta y ocho minutos cayendo?

          ―Cuarenta y ocho exactos.

          ―¿Y has probado… bahh…¡qué chorradas se me ocurren!

          ―Una vez, de niña durante un día entero estuve dándole vueltas al reloj cada cuarenta y ocho minutos.

          ―¿Y pasó algo?

          ―Creo que no.

          Tras unos segundos de silencio y con cierto peso de conciencia, ya que algo le decía que aquello no estaba bien, dijo a su madre como quitando hierro al asunto:

          ―Pues podrías entretenerte en probar otra vez.

          ―Sí que lo había pensado, sí. Alguna vez lo hago, pero así seguido todo el rato no he vuelto a probar.

          Ingrid asimiló aquella tarea como algo imprescindible. Empezó a formar parte de su rutina diaria. Más aun que comer, que no es tan importante como dicen.

          ―Mamá, mañana te llamaré, a ver cómo estas. No puedo venir todos los días, que vivimos lejos. Y Juan también tendrá que venir; no voy a venir yo siempre.

          ―Hija.

          ―¿Qué, mamá?

          ―¿Qué hay hoy pa comer?

+++++

          ―Esta semana te va a tocar la tercera planta. Son turnos de doce horas pero es bastante tranquila, como no sea que se exalte la abuela de las abuelas.

          ―¿Y quién es la abuela de las abuelas? No me jodas; la más vieja de todas ¿no?

          ―Muy bien.

          ―Y habrá que hacérselo todo ¿no?

          ―Bueno, no te creas. Se le va un poco la castaña. Algunas cosas sele olvidan y otras las repite. Típico. Ven que te la presento.

          ―Íngrid, le presento a Frank. El será el que se encargue de la planta esta semana.

          ―Frank… ―se quedó un momento encantada.

          ―Pues tampoco parece tan vieja. ¿Cuánt…

          ―¿Te acuerdas de nuestro reloj? ―interrumpió Íngrid inadvertidamente, señalando el reloj.

          ―Dile que sí. Síguele el rollo, pero no mucho que se engresca.

          ―Sí, claro que me acuerdo. ¿Cómo me iba a olvidar?

          ―Pues ahora hace unos años que le estoy dando vueltas. Voy a recuperar todos los minutos que no gané de joven. Mi hija dijo…

          ―Íngrid, tenemos que irnos, que le tengo que presentar a los otros residentes ―Íngrid continuó hablando sola―. ¿Cuantos años le echas?

          ―No sé. Ochenta y cinco o así.

          ―Ciento treinta y cinco.

          ―¡Una polla! Me estas vacilando.

          ―Que no. Mira la ficha en el ordenador si quieres. Hace dos años murió su última hija… ¡de vieja! Con más de cien años.

          ―Pero ¿cómo va a tener ciento treinta y cinco? Sería récord Guinness.

          ―Ya han venido varias veces los del Guinness. Esa en disputa con otra mujer sudafricana, pero que en realidad no saben cuándo nació exactamente. ¿Sabes la señora House? La de la segunda planta; a esa sí que la conoces. Pues su hijo es un médico superimportante, y cada vez que viene a ver a su madre se pasa también media hora hablando con Íngrid. Una vez se la llevó a su hospital para hacerle unas pruebas, pero no descubrieron nada raro.

+

          ―Íngrid, ¿me puede quitar el reloj de la mesita que tengo que poner la bandeja de la comida?

          ―Ahora no, que ya me va a tocar darle vuelta.

          ―Pero ¿qué darle vuelta? Pues cójalo en la mano.

+

          ―Íngrid, Íngrid. No me jodas que está durmiendo. ―Frank se agachó para dejar la bandeja en el suelo, pero justo cuando lo hizo, una punzada de lumbago, lo dejo clavado―. ¡Me cago en el puto reloj de los cojones! ―Se levantó como pudo, cogió el reloj y lo llevó al cuarto de los trastos. Luego volvió y puso la bandeja de comida sobre la mesita.

          Un rato después se oyeron unos gritos por toda la planta:

          ―¡¿Dónde está mi reloj?! ¡Traedme mi reloj! ¡Traedme mi reloj!

          El puto Frank, arrastrando su dolor de espalda, fue a buscar el reloj al trastero, aunque no con la diligencia que Íngrid reclamaba. Cuando por fin lo llevó a la habitación habían pasado cuarenta y nueve minutos desde el ultimo volteo y la abuela de las abuelas estaba muerta.

Entradas populares