domingo, 13 de octubre de 2024

EL SECRETO

Este mes en EL TINTERO DE ORO se homenajea a Delibes, centrándonos en su obra "El camino", y más concretamente en el tema naturaleza y vida rural. Como siempre 900 palabras sin IA (en breve seremos discriminadores)

Aqui podéis encontrar el resto de "caminos"


          ―Hoy vamos al corral de Carranzo ¿verdad, mama?

          ―Sí, bébete la leche; en cuanto tu hermano traiga el coche nos vamos.

          En el corral de Carranzo me lo pasaba pipa mientras los mayores hablaban, y luego comían. Había animales y jugaba con ellos y con Francisqué, si ya había vuelto con las ovejas.

          ―Papa, por aquí no es. ¿No vamos donde los Carranzos?

          ―Sí, pero primero vamos al corral de tu madre.

          ―Mama, ¿tú tienes un corral?

          ―Sí. Bueno a medias. Es de los cuatro hermanos.

          ―Y ¿quién vive?

          ―Nadie. Esta abandonado.

          Aquello de estar abandonado ya me gustaba más. Podría inspeccionar…

          En cuanto mi hermano paró, salté del coche. Había un recinto de piedra sin puertas. Dentro, a la izquierda había una casa de bajo y planta, también sin puertas. Todo era de piedra y adobe. A la planta se subía por fuera, por una escalera de piedra con peldaños muy altos, o eso me parecía entonces.

          ―Pues aún se conserva muy bien para el tiempo que ha pasado ―comentó la mama. Por cómo hablaba parece que era la única que conocía el sitio.

          ―Pero mama, si el tejado esta medio hundido.

          ―Es que lleva muchos años abandonado ―dijo apesadumbrada para luego cambiar―. ¿Y tú ¿cómo lo sabes?? ¿Ya has subido arriba? Es peligroso; cualquier madero se puede partir al pisarlo.

          ―No. El suelo esta fuerte y del tejado solo se ha partido un madero.

          ―¡Este niño…! ―Luego siguió explicando―. Primero dormíamos en la cueva. Luego mi padre y mi madre y el tío Pascual fueron haciendo la valla y después la casa. ―Su padre era mi abuelo Manuel; apenas lo recuerdo pero dicen que es a quien más me parezco yo. La cueva no era lo que se entiende por cueva. Era como un voladizo de roca de unos dos o tres metros de profundidad que circundaba todo el cerro hasta donde acababa la valla de piedra. Construyendo un muro cerrando el voladizo ya tenías un habitáculo. La mayor parte de ese muro estaba ya derruido. Pero se conservaba algún trozo.

          ―¿Y vivíais aquí? ―pregunté. Mi padre y mi hermano ya lo debían saber porque no preguntaban.

          ―No, la casa estaba en el pueblo pero aquí pasábamos la noche los que nos quedábamos con las ovejas, que éramos normalmente tu abuelo, tu tío Manuel y yo.

          ―¿Y de qué son esos agujerazos que hay en la piedra?

          ―Esos los picaron tu abuelo y tus tíos para recoger agua.

          ―¿Qué agua?

          ―La de lluvia. Aquí no hay grifos. ―Jamás se me ocurriría que aquí pudiera llover. Excepto el cielo todo es marrón. Los escasos romeros eran verde marronosos y la roca gris marronácea. Si lloviera se formaría un barrito con el polvo que cubre la roca por el que flotaría la mano al pasarla sobre ella. De hecho la capa de barro en el fondo del los agujeros era mucho más gruesa    

          Después ellos subieron a ver la parte de arriba de la casa y yo me acerque a la cueva; a la parte que conservaba el muro. Al adentrarme escuché un ruido y me quedé quieto hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Debía haber alguien durmiendo dentro. Volví a moverme, y él también. Con el movimiento percibí su figura. Era un jabalí. Nunca había visto uno en persona, pero dicen que son como cerdos salvajes. Cerdos sí que había visto, y aquello se parecía más a un toro. Retrocedí muy lentamente para refugiarme detrás del muro, pero no le perdí la mirada. Él tampoco. Estuvimos más de un minuto. Luego, vista su tranquilidad, hice ademán de acercarme para acariciarlo, como con los conejos y las cabras de Carranzo, pero él gruñó. Me fui hurtando detrás de la valla y cuando desparecí de su vista corrí al piso de arriba donde aún estaban mis padres.

          Bajando de allí pregunté a la mama si por allí había jabalíes. Negó, pero la mama hace mucho que no vive allí. Al bajar, tiré una piedra a la cueva, pero nada se oyó.

          Al llegar a Carranzo me fijé en lo parecido de la construcción. Francisqué ya había vuelto de las ovejas. Lo primero que hice cuando lo vi fue preguntarle si por allí había jabalís.

          ―Alguno hay, pero no muchos

          ―¿Tú has cazado alguna vez alguno? ―Francisqué era cazador. El que mejor puntería tenía del pueblo, según decían. Era mozo cincuentón y vivía allí con su hermana y su cuñado, y aunque no fuera el más listo del pueblo, sí que era el mejor cazador.

          ―No. Hace falta munición más potente. Por aquí la más grande cazamos son corzos. Un jabalí, si no lo matas se puede revolver…

          ―Pues yo he visto uno ―le solté emocionado― pero no lo digas, seguramente dirán que me lo invento.

          ―Ah, ¿sí? ¿Y dónde? ¿Cómo ha sido? ―Se lo expliqué todo sin escatimar detalles.

          De vuelta al pueblo le dije a mi hermano que volviera a pasar por el corral de la mama, porque había perdido unas canicas. Aunque renegó lo hizo. Bajé del coche y fui corriendo donde el jabalí. No estaba. Durante el camino de regreso no despegué la frente de la ventanilla, pero no volví a verlo.

          No regresé a Carranzo en muchos años. Cuando lo hice Francisqué ya era muy mayor. En cuanto me vio, una sonrisa cómplice iluminó su cara. No se lo había contado a nadie.

 


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