Como con este sol se me han evaporado las ideas, hasta que consiga volver a condensarlas, voy a publicar este relato que envié a un concurso con el resultado habitual. Me disculpo de entrada porque este era un concurso con mínimo (sí, mínimo) de palabras; nada menos que 1400. Además debía contener una frase a elegir entre tres. Yo escogí: "De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos."
Bueno , Ahí va:
―Ya sé lo que voy a regalarte.
―¿Regalarme por qué?
―Porque llevamos una semana saliendo juntos.
―Jaja… Frank, no tienes que regalarme nada por llevar una semana saliendo. ¿Qué me regalarás por mi cumple? Te vas arruinar.
―Un reloj. Nunca te he visto con reloj.
―Lo miro en el móvil. Ya no hace falta el reloj. Todo el mundo tiene móvil. Además todos los hombres con los que he salido, lo primero que me regalaron fue un reloj ―dijo Íngrid intentando que no se le escapara una carcajada.
―¿En serio?
―Jajaj ―desistió por fin. Luego hizo una pausa, como si fuera a decir una cosa muy importante―. De pequeña me regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 48 minutos.
―¿Contenía? ¿Cómo que contenía?
―Espera. ―Ingrid salió disparada escalera arriba y a los pocos segundos bajó con un enorme reloj de arena. Tendría unos cincuenta centímetros de altura, aunque era liviano porque lo llevaba con soltura cogido por una de las columnas. Lo plantó sobre la mesa en la que estaban conversando―. Pedazo de reloj ¿eh? ¿Era como este el que me ibas a regalar?
―Pues no. No era esto lo que tenía pensado. ―Frank lo examinó con detalle. Tenía toda la pinta de ser el primero que veía en su vida, así, en directo―. ¿Qué es lo que pone en la tapa? ―Lo cogió y leyó―: Si me giras a tiempo, te regalo 48 minutos. ¿Qué significa?
―Ni idea. Me lo trajo mi abuelo de un viaje a la India que hizo. Lo que sí que sé seguro es que tarda 48 minutos en cada volteo.
―A ver… ―dijo Frank mientras le daba la vuelta.
―Una vez estuve un día entero dando vueltas al reloj cada cuarenta y ocho minutos ―comentó así como apesadumbrada, con la vista perdida en el vacío.
―¡Walla! ¿Y notaste algo?
―No ―respondió volviendo a la realidad―. ¿Cómo iba a…
―¡Claro…! ―la interrumpió Frank―. ¿Qué ibas a notar? ¡Qué idiota! Debes haber pensado que soy tonto. ¿No te estabas quedando conmigo, verdad?
―Nooo. Claro que no. Además, más tonta sería yo de haber estado haciéndolo, ¿no?
―Bueno, pero yo no lo he dicho con esa intención, ¿eh?
―No. Ya lo sé. Es que no sé qué tenía que notar algo. El reloj no volvió atrás, ni paró la gente. Solo que por la noche no tenía sueño. Seguramente es una tomadura de pelo para turistas. Pero es chulo, así tan grandote, ¿verdad?
―Ya te digo. ―Luego pasaron unos segundos en los que estuvieron viendo caer la arena―. Y eso de tus otros novios… ¿cuántos novios has tenido?
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―Señora, ¿esto lo quiere o lo va a tirar? Tendría que mirar de tirar cosas. La gente aprovecha las mudanzas para tirar cosas que solo guardaba porque le cabían en casa. ¿La casa del pueblo es más grande que esta?
―No lo voy a tirar. Es un regalo de mi abuelo. Llevo treinta años guardándolo y ahora lo voy a tirar… Tráelo que ya lo llevaré yo en el coche, no sea cosa que lo rompáis.
―No tranquila, señora, que somos profesionales. Ya lo envolvemos en una manta. ¿Y esto que pone en las bases de los cuarenta y ocho minutos?
―No lo sé. Tráelo, anda.
―Que no. Tranquila señora que no le va a pasar nada al reloj. Mire ya está todo cargado. Lo ato aquí envuelto en una manta con un pulpo al lateral para que no se mueva. Y hala, ya nos ponemos en marcha, y nos vemos ya en el pueblo en… ¿cuánto? ¿Cinco horas, más o menos? ―observó mirando su reloj―. A las seis, más o menos. Bueno si no hay caravana ni accidentes ni nada de eso. ¿Vale?
Al poco rato de haber iniciado el viaje, el conductor le dijo al acompañante:
―Tío, me estoy meando. Vamos a parar en esa área de servicio.
―¿Cómo que te estas meando, tío? Si acabas de mear antes de salir.
―Bueno, pues me estoy meando. ¿Qué quieres que te diga? Te doy el teléfono de mi urólogo y le preguntas a él. Venga bájate, que ahora voy. Pídeme una Pepsi.
―No va a haber Pepsi.
―¡Joder! Si no hay, pídeme lo mismo que tú.
En cuanto su compañero entró en el establecimiento, el conductor abrió la persiana trasera del camión, desenvolvió el reloj sin moverlo mucho y descubrió que faltaba muy poco para que se acabara la arena. Cuando lo hizo, lo volteó, y quedó expectante de que pasara algo. Miró su reloj, su entorno, los coches pasando por la autopista, su compañero que salía del establecimiento para llamarlo… pero nada sucedió.
―Pero, ¿qué hacías en el camión tanto rato?
―Joder, tío. Pareces mi mujer. ¡Echa pa dentro ya, coño!
+
Al llegar Íngrid al pueblo, el camión de la mudanza ya estaba aparcado delante de la puerta de su casa.
―¡Ostras! ¿Cómo habéis llegado tan rápido si he salido yo primero? ¿ Por donde habéis venido? Primero autopista y luego comarcal, ¿no?
―Pues sí. Por donde marcaba el navegador.
―Pues igual que yo. No lo entiendo.
―Sí que se ha hecho un poco corto sí. Y eso que hemos parado en el área de servicio, ¿verdad, tú? ―preguntó dando un codazo a su compañero.
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―Mamá. Esta es la tercera mujer que te ponemos para que te cuide. Deberías venirte a vivir con nosotros. Seis meses en mi casa y seis meses en la de Juan. Aquí en el pueblo todo se sabe y las cuidadoras que rondan por aquí ya no quieren venir a esta casa. Dicen que las desprecias...
―¡Debbie! yo no desprecio a nadie ―la cortó su madre―. Lo que pasa es que no me hacen caso cuando… ―se interrumpió sin motivo aparente. Luego siguió―: ¿Qué hay hoy pa comer?
―Verónica, ¿Qué hay hoy para comer?
―Lentejas de primero y pollo de segundo.
―Ya lo has oído, mamá.
―Dile que pollo no quiero. Ya tengo bastante con las lentejas. Díselo, díselo.
―No, mamá. El médico dice que tienes que comer proteínas. Verónica, mira de que se coma el pollo.
―Ya veremos…
―Bueno, tu inténtalo. Mira, mama, te he traído unas revistas.
―Hija, ya no veo ni un cura en un montón de cal. Déjalas ahí al lado del reloj…
―Pues entonces esto que te traía también, de sopa de letras y… Mamá ¿qué hace aquí este mamotreto de reloj aquí en medio?
―Me gusta mirar cómo cae la arena.
Entonces Debbie vio la inscripción en las bases del reloj:
―Esto que significa, Mamá.
―No lo sé. Es un regalo de mi abuelo que me trajo de la India.
―¿Y la arena dura cuarenta y ocho minutos cayendo?
―Cuarenta y ocho exactos.
―¿Y has probado… bahh…¡qué chorradas se me ocurren!
―Una vez, de niña durante un día entero estuve dándole vueltas al reloj cada cuarenta y ocho minutos.
―¿Y pasó algo?
―Creo que no.
Tras unos segundos de silencio y con cierto peso de conciencia, ya que algo le decía que aquello no estaba bien, dijo a su madre como quitando hierro al asunto:
―Pues podrías entretenerte en probar otra vez.
―Sí que lo había pensado, sí. Alguna vez lo hago, pero así seguido todo el rato no he vuelto a probar.
Ingrid asimiló aquella tarea como algo imprescindible. Empezó a formar parte de su rutina diaria. Más aun que comer, que no es tan importante como dicen.
―Mamá, mañana te llamaré, a ver cómo estas. No puedo venir todos los días, que vivimos lejos. Y Juan también tendrá que venir; no voy a venir yo siempre.
―Hija.
―¿Qué, mamá?
―¿Qué hay hoy pa comer?
+++++
―Esta semana te va a tocar la tercera planta. Son turnos de doce horas pero es bastante tranquila, como no sea que se exalte la abuela de las abuelas.
―¿Y quién es la abuela de las abuelas? No me jodas; la más vieja de todas ¿no?
―Muy bien.
―Y habrá que hacérselo todo ¿no?
―Bueno, no te creas. Se le va un poco la castaña. Algunas cosas sele olvidan y otras las repite. Típico. Ven que te la presento.
―Íngrid, le presento a Frank. El será el que se encargue de la planta esta semana.
―Frank… ―se quedó un momento encantada.
―Pues tampoco parece tan vieja. ¿Cuánt…
―¿Te acuerdas de nuestro reloj? ―interrumpió Íngrid inadvertidamente, señalando el reloj.
―Dile que sí. Síguele el rollo, pero no mucho que se engresca.
―Sí, claro que me acuerdo. ¿Cómo me iba a olvidar?
―Pues ahora hace unos años que le estoy dando vueltas. Voy a recuperar todos los minutos que no gané de joven. Mi hija dijo…
―Íngrid, tenemos que irnos, que le tengo que presentar a los otros residentes ―Íngrid continuó hablando sola―. ¿Cuantos años le echas?
―No sé. Ochenta y cinco o así.
―Ciento treinta y cinco.
―¡Una polla! Me estas vacilando.
―Que no. Mira la ficha en el ordenador si quieres. Hace dos años murió su última hija… ¡de vieja! Con más de cien años.
―Pero ¿cómo va a tener ciento treinta y cinco? Sería récord Guinness.
―Ya han venido varias veces los del Guinness. Esa en disputa con otra mujer sudafricana, pero que en realidad no saben cuándo nació exactamente. ¿Sabes la señora House? La de la segunda planta; a esa sí que la conoces. Pues su hijo es un médico superimportante, y cada vez que viene a ver a su madre se pasa también media hora hablando con Íngrid. Una vez se la llevó a su hospital para hacerle unas pruebas, pero no descubrieron nada raro.
+
―Íngrid, ¿me puede quitar el reloj de la mesita que tengo que poner la bandeja de la comida?
―Ahora no, que ya me va a tocar darle vuelta.
―Pero ¿qué darle vuelta? Pues cójalo en la mano.
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―Íngrid, Íngrid. No me jodas que está durmiendo. ―Frank se agachó para dejar la bandeja en el suelo, pero justo cuando lo hizo, una punzada de lumbago, lo dejo clavado―. ¡Me cago en el puto reloj de los cojones! ―Se levantó como pudo, cogió el reloj y lo llevó al cuarto de los trastos. Luego volvió y puso la bandeja de comida sobre la mesita.
Un rato después se oyeron unos gritos por toda la planta:
―¡¿Dónde está mi reloj?! ¡Traedme mi reloj! ¡Traedme mi reloj!
El puto Frank, arrastrando su dolor de espalda, fue a buscar el reloj al trastero, aunque no con la diligencia que Íngrid reclamaba. Cuando por fin lo llevó a la habitación habían pasado cuarenta y nueve minutos desde el ultimo volteo y la abuela de las abuelas estaba muerta.
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Aunque lo parezca, no todo es tan negro.